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Editorial

La misión del discípulo en la catástrofe

Nos preparábamos para el retorno a la rutina laboral y educativa. A pocos días de un histórico cambio de Gobierno, nuestra Iglesia se aprestaba a retomar con fuerza el camino de la Misión Continental con los acentos de este año Bicentenario. Nuestro propósito de hacer de Chile “una mesa para todos” se plasmaba en la hermosa campaña de la Cuaresma de Fraternidad, dirigida este año a los jóvenes más vulnerables de nuestra sociedad. Pero todo cambió esa madrugada.

Tembló la tierra el 27 de febrero y el mar azotó con fuerza a medio Chile. El impacto de esta catástrofe lo hemos visto y oído repetidas veces. Los adjetivos se multiplican pero ninguno es capaz de reflejar con plenitud el real impacto y significado de esta tragedia. Somos un pueblo que se ha remecido y que queda tembloroso por un tiempo. La pérdida de vidas humanas y de bienes, la vivencia de una situación límite al extremo, provocan heridas que no sanan rápido.

Es que al remecer los escombros hemos descubierto varias flaquezas que trascienden nuestra condición sísmica. La poca cultura preventiva y de reacción ante la emergencia, las dificultades de comunicación, las desconfianzas y el individualismo exacerbado son problemas sociales que han quedado en evidencia, tanto en los hábitos personales, familiares y de vecindario como en los comportamientos de las instituciones, empresas y medios de comunicación. Los instantes de violencia y descontrol, así como la psicosis colectiva azuzada por el rumor irresponsable, no son casuales y hablan de fisuras y grietas mucho más profundas que datan de mucho antes del 27 de febrero.

Pero la catástrofe también nos ha permitido sacar lo mejor de nosotros y buscar a Dios. Ha sido un tiempo de mirarnos a los ojos, de encontrarnos con los vecinos que hasta ayer eran anónimos, de preocuparnos por los otros, de dar gracias a Dios por estar vivos y bien, de apreciar en su justa medida las cuestiones importantes y las secundarias. La gente que sufre ha encontrado, en torno a sus parroquias (con o sin templos), un corazón generoso de una comunidad esperanzada, que muestra a Cristo en el abrazo, en la escucha y en la acción solidaria. La especial y emotiva vivencia de la Semana Santa ha sido una experiencia sanadora, en el contexto del misterio Pascual.

Cuando la naturaleza nos remece, hacer de Chile una mesa para todos es un desafío que nos exige poner lo mejor de nuestros carismas y talentos, organizaciones y redes, para ser solidarios y ayudar a reconstruir casas y caminos, a reparar el alma de esta patria, y a fundar en Cristo Resucitado nuestra esperanza. Nuestra confianza en el Señor, nuestra presencia de discípulos misioneros en medio de quienes más sufren, nuestra vivencia eclesial en la acción solidaria, nos ayudará a recuperar la paz y la confianza.

† Santiago Silva Retamales
Obispo auxiliar de Valparaíso
Secretario General de la CECh